lunes, 6 de junio de 2011

Apuntes sobre solidaridad

muchedumbre.jpgDurkheim afirma que, en las sociedades desarrolladas, la base de la cohesión y solidaridad grupal, de las personas con su sociedad proviene de la fuerte especialización de cada individuo. A esto lo llama "solidaridad orgánica". Así, cada miembro posee una parte de los conocimientos generales y sus recursos, por lo que todos dependen de todos.
 
En la medida en que los individuos especializan sus funciones requieren de otros individuos para sobrevivir. Por ejemplo, la familia. La familia primitiva era autosuficiente. La familia moderna requiere de otros, es decir, es dependiente del resto de los individuos de la sociedad. Es por eso que la “solidaridad orgánica” es la fuente o condición del equilibrio social.

Para entender bien esto, hay que saber que la primacía de la solidaridad entre individuos no resta importancia a la real necesidad de impulsar la solidaridad de escala social. Los problemas socio-económicos sólo pueden ser resueltos con ayuda de todas las formas de solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí, de los ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y de los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos.

 
Para lograrlo, la solidaridad entre personas individuales, entre seres humanos iguales, de uno a uno, debe tender necesariamente a la solidaridad de escala social. La verdadera solidaridad encuentra su mayor solaz en el crecimiento de su campo de influencia. Con esto, podemos afirmar que la solidaridad es una virtud que, si no se desarrolla, se pierde. Para la solidaridad, hay sólo dos opciones: crecer o morir.

Pero este crecimiento en el campo de influencia de la solidaridad entraña un serio peligro, pues también puede suceder que, al ampliar los alcances de una tendencia solidaria, se pierda la intensidad de esta disposición; se difumine su fuerza; se borre poco a poco su verdadera efectividad, para convertirse en un malestar personal por los males de la sociedad.

Es importante, no confundir la solidaridad con un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, ya que todos somos verdaderamente responsables de todos. El hombre es un ser social por naturaleza, y su desarrollo está estrechamente vinculado con el desarrollo de toda la sociedad. En cierta medida, ayudar a la sociedad es ayudarse a uno mismo, puesto que el bien común es precisamente eso: común. El bien de todos es también mío.

La solidaridad social consiste en colaborar de manera desinteresada con el bien común. Hay actos de solidaridad que son específicamente obligatorios. Incluso existen actos en contra de la solidaridad que pueden ser castigados. Entendemos, por ejemplo, que el cumplir las leyes es un acto solidario, porque sabemos que cumpliéndolas favorecemos el orden social, la observancia de dichas leyes y, por lo tanto, el bien común.

La conciencia virtuosa y la genuina buena intención son quienes deben dirigir nuestros actos solidarios. Obedecer el mandato de detenerse cuando el semáforo está en rojo es, ciertamente, un acto solidario, cuando lo hacemos por la convicción plena de que con ello favorecemos el bien de la sociedad, pero más lo es involucrarse en un proyecto o empresa al cual le destinaremos tiempo y dinero desinteresadamente, para ayudar a quien lo necesita. Si lo hacemos por miedo al castigo, ese mismo acto pierde su realidad solidaria para convertirse en una obediencia artificial, pueril y temerosa. La ley, así contemplada, se torna frágil y quebradiza bajo el peso del interés personal y momentáneo de la utilidad.

La convicción de solidaridad, en este sentido, debe tender a terminar con el quebrantamiento sistemático de las leyes. Pero la solidaridad deseable no se limita a lo legalmente exigible, a lo estrictamente justo, sino que invita a una conciencia más profunda de entrega al bien común, a un esfuerzo de mejora verdadera de las condiciones que favorezcan el desarrollo de todos los individuos. La solidaridad resuena como una necesidad urgente y realmente alcanzable para todos los que, a fin de cuentas, hemos recibido un sinfín de bienes de la sociedad y, por lo tanto, tenemos obligación moral de devolver, a lo menos, lo que está dentro de nuestras posibilidades.

En este sentido, todos somos sujetos pasivos de la solidaridad (hemos recibido bienes de forma gratuita), por eso estamos éticamente obligados a dirigir nuestra acción hacia una devolución proporcional por todos los bienes recibidos. Y, aunque un hombre no sea capaz de pagar todo lo que le ha sido dado, sí es capaz de entregarse con franca devoción a la búsqueda del bien de su sociedad.

La solidaridad hacia la sociedad ha sido promovida por las religiones, pero, hoy en día, en tiempos en que la fe religiosa ha perdido su fuerza, debemos extender la práctica solidaria hacia otros ámbitos. Para esto es primordial asumir dos actitudes:

Una: no practicar el lujo, la abundancia material y el despilfarro.

Dos: estimular nuestra capacidad sentimental y nuestros valores adquiridos para lograr un estado en el que la solidaridad aparezca como algo puro y no como producto de amenazas legales o castigos.

Es claro que hay personas que tienen más y hay otras que tienen menos bienes materiales. ¿Eso les obliga necesariamente a aportar más en bien de la sociedad? La respuesta es clara, e ineludible: SÍ. Ellos, los que tienen más riquezas materiales, están obligados por su propia condición a colaborar más con la sociedad. Es cierto que los que tienen más dinero deben pagar, en principio, más impuestos, pero ésta es sólo la medida justa, lo mínimo exigible y, como hemos visto, eso no debe ser el límite de la solidaridad, sino únicamente el comienzo.

Hay aún más formas de manifestar la solidaridad. Por ejemplo: la ecología. Este tema hoy nos parece obligado porque ha adoptado una radical importancia en los últimos años. ¿La conciencia ecológica es una conciencia solidaria? Claramente.

Cuando una persona de decide a cuidar los recursos naturales porque los considera valiosos en sí mismos no nos encontramos con una actitud solidaria. Sin embargo, cuando sabemos que podemos favorecer al ser humano a través del cuidado de los ecosistemas, sembrando árboles, desarrollando agricultura sana, promoviendo la protección de los animales en peligro de extinción y defendiendo la pureza de los ríos, entre otros ejemplos, entonces la disposición de cuidar el entorno se transforma y enriquece para apoyar a la persona humana y, ciertamente, la ecología puede ser una importante actitud dentro de la solidaridad humana.

Aunque esta diferencia parece obvia, no lo ha sido tanto en la vida práctica, porque ¿acaso no se gastan millones de dólares en salvar, por ejemplo, ballenas en el ártico, mientras que centenas de miles de niños padecen desnutrición en los cinco continentes? 

Lamentablemente, para no pocas personas, son más importantes cien ballenas que cien mil niños. Esto nos lleva a la cuestión clave de la PRIORIDAD. Siempre hay que asumir el difícil papel de elegir cuál debe ser el destinatario de nuestros esfuerzos, priorizando aquel proyecto que realmente favorezca el bien común, por sobre lo interesante o divertido que pueda ser algún otro.

Más allá de la ecología y de la pobreza, existen distintos fines a los que dirigir nuestro esfuerzo solidario: la ecología, la economía, la educación, la nutrición, la comprensión… dicho de otro modo: hay tantas formas de actuar solidariamente como problemas humanos existen.

Cuando hablamos de solidaridad, nos viene a la mente, de forma casi automática, la idea de ayuda económica (o ayuda material). Esta idea, aunque sí forman parte de la solidaridad, no lo hacen de forma completa. Esto es así porque no todos los problemas humanos pueden resolverse de manera económica, a pesar de los reiterados intentos por parte del liberalismo económico para convencernos de lo contrario. El ser humano tiene realmente necesidades que no son materiales, como aquellas afectivas, espirituales, morales o sociales.

Por ejemplo: es posible, si yo no puedo dar dinero para la educación, que dé una parte de mi tiempo para educar a niños/as de escasos recursos.

Como podemos observar, la solidaridad social tiene distintos matices. La realidad es que todos estamos obligados a ella, ya sea por ley positiva o natural, porque todos formamos parte de la sociedad y todos nos beneficiamos de ella. Lo menos que debemos hacer es colaborar en justicia para alcanzar el bien común. ¿Y lo más? El límite de la solidaridad es la medida de la vida humana, porque estamos llamados a dar todo –incluso la vida–, y guardar para nosotros no más que lo indispensable. Lo demás es lujo que acrecenta la distancia de unos hombres con otros y obstaculiza el desarrollo de la sociedad en la medida que merma la capacidad humana de compartir, de cooperar y de pertenecer realmente a una sociedad de hombres iguales.
  


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Federico Guido Fiorentino
Miembro del Grupo Scout Benito Meana (Buenos Aires)
y del Grupo Scout 217 Matterhorn (Madrid)
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